Aquella mañana, en el vagón restaurante, con mi libreta
abierta sobre las rodillas y el bolígrafo en la mano,
exploraba cada milímetro, hasta el pequeño
ceño de escritor que se fruncía sobre mi cara,
pero no había nada sobre lo que escribir
excepto sobre la vida y la muerte
y la suave advertencia de la bocina del tren.
No quería escribir sobre el paisaje
pues se vuelve de súbito pasado, vacas dispersas sobre la hierba,
heno empacado meticulosamente
—cosas que ves una vez y nunca más—.
Pero seguí moviendo mi boli y dibujando
una y otra vez
la cara de un motorista de perfil
—sin ningún motivo que yo sepa—,
un motorista con gafas de sol y la barbilla hundida,
inclinado hacia adelante, sin casco,
su pelo largo quedándose atrás en el viento.
Dibujé también muchas líneas indicando velocidad,
mostrando cómo el aire se vuelve visible
al romper contra la cara de un motorista
de la forma en que rompe contra la cara
de una locomotora que me lleva
hacia Omaha y lo que sea que me espere más allá
de Omaha y de todas esas paradas que hay que hacer
antes de detenerse de una vez por todas.
Debemos mirar siempre a las cosas
desde el punto de vista de la eternidad,
en ello insiste la escuela de teólogos
para la que, imagino, se ve que todos
tenemos líneas de velocidad colgando detrás
a medida que nos apresuramos por la carretera del mundo,
a medida que recorremos con urgencia el largo túnel del tiempo
—el motorista, por supuesto, ebrio de aire,
pero también el hombre que lee junto al fuego,
líneas de velocidad saliendo de sus hombros y su libro,
y la mujer de pie frente a la playa
estudiando la curva del horizonte.
Incluso la niña dormida en una noche de verano,
líneas de velocidad volando desde los doseles de su cama,
desde las esquinas blancas de las almohadas
y desde los vértices de su cuerpo perfectamente inmóvil—.